Comenzamos el mes entre corrientes heladas y lluvia fina. La niebla se despereza tranquila. El cielo perennemente cargado de un gris plomizo. De cuando en cuando intervalos de luz entre lluvias que nos animan a salir a la calle con un toque de esperanza y entusiasmo. Hay que aprovechar mientras no llueve para tachar de la lista compras y citas.
Al entrar en las tiendas una sensación de calor que apabulla. La diferencia de temperaturas entre la calle y los interiores es realmente exagerada, sospecho que en invierno aquí casi no se ventila. Imposible no pillar un constipado que luego tardamos en despachar dos semanas. La humedad se cuela entre la ropa hasta los huesos. Entre salida y salida, una taza de té reconforta el espíritu.
El domingo pasado un día increíble. Las cuatro estaciones fundidas en una sinfonía de nubes, viento y aguanieve coronada con un arcoíris inmenso. Hacía tiempo que no disfrutaba de un espectaculo tan bello. El lunes vuelta a la niebla y a los grises. Frío, niebla, llovizna. La rutina de un invierno británico. Pasan los días.
El sábado nos sorprende un cielo azul sin limites. La luz inunda el salón bendiciendo las orquídeas. Salgo a enviar una carta, me sobra el abrigo y la bufanda. Los cerezos del vecino hinchados de capullos rosados, las ramas desnudas engrosando sus puntas. Una brisa cálida me arranca una sonrisa.
En el patio de enfrente cuatro niños corretean empujando una bola entre dos porterías de madera blanca, la vecina de al lado poda rosales escuchando música. El vecino de la esquina saca del coche cajones repletos de macetas coloridas. El barrio se anima con la primavera que llega.
Londres, marzo 2017. Fotos: C. Huerta
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