Paseo con los pies desnudos sobre la arena húmeda de La Duquesa. El cielo impoluto, las aguas mansas. Una brisa cálida acompaña cada uno de mis pasos. Sus rastros se desvanecen con cada golpe de agua. Un agua sorprendentemente templada. Al atardecer las aguas siempre son más cálidas.
Alcanzo un grupo de gaviotas que revolotean sobre surcos horadados en la arena. Confiadas levantan un vuelo corto a mi paso para volver a posarse en su bastión de la playa. En otoño, la playa libre de visitas, es su morada.
Continúo hasta las rocas al pie del muro que sostiene el paredao, que bordea la costa hasta más allá de Estoril. La marea está baja. Los cangrejos se ocultan en batientes de algas. Las olas se mecen con un vaivén armónico. El mar se expande y se envuelve en torbellinos de espuma.
Los últimos rayos de poniente tiñen de rosa el horizonte y las aguas. El alma se inunda de armonía, el corazón de calma. Una tarde más de septiembre, la última. Qué maravilla despedir el mes en esta playa idílica.
Playa de La Duquesa. cascais. Foto: C. Huerta
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