Me he enterado de la muerte de Raúl por el periódico. He tropezado con su nombre frente a una taza de café aguado y un suizo envuelto en plástico mientras la matrona de blanco preparaba mi paseo diario. Otra víctima bajo los escombros de Puerto Príncipe. Se había incorporado en agosto a las misiones de Naciones Unidas en Haití. Tenía 47 años. Qué absurdo que haya muerto antes que yo. Deja mujer y cuatro hijos. Tan desconocidos como mi propia familia. Tanto tiempo sin saber nada de él. Toda una vida desde el accidente.
El accidente. Mis veintisiete años cabalgando por Madrid en la Kawa brillante. Una ciudad sin coches, semáforos, ni reglas. Todo el día sobre el asfalto. De mi casa al trabajo. Del trabajo a la casa de Isabel. Dos mujeres. Dos niños invisibles. Cuatro amigos de toda la vida. Acelerando el tiempo entre unos y otros. Sexo, alcohol y rayas.
El accidente. Los segundos infinitos de vuelo. Pastillas de freno rasgando el casco blanco. Huesos impotentes contra el acero. Un quiebro que lo tiñe todo del rojo al negro. Tímpanos diluidos en un silbido que se desvanece en ecos de voces de niños riendo, ¿de mis hijos?, ¿de cuando yo era niño? La Nada. Un segundo o una vida. La asfisia entre tubos y luces fluorescentes. Caras amordazadas en verde. Vuelta a la Nada. Ojos sin cuerpo frente a una pared blanca. No estoy ahí, no puedo escapar de ahí.
El hospital. Nacho, Raúl y Juanma. Padre, madre, tía Piluca. La Chica, Isabel. Una sucesión de rostros aguados por la impotencia desvaneciéndose en el hueco de una pierna ausente. Todos menos Raúl. Día a día insistiendo en que me esforzara un poco más, con sus bromas, con sus sonrisas. El único de los dos que confiaba en el futuro. Meses en un purgatorio de bisturíes, tornillos y máquinas. Rabia contra todo y sobre todo contra ese cuerpo desgarrado que ya no era el mío. Al final el universo de dolor en el que no cabía nada ni nadie terminó expulsando también a Raúl.
La última vez que vi a Raúl estaba llorando. Su imagen imponente y desesperanzada visitó anoche mi insomnio. Su silueta resplandeciente diluyó al instante todos los demonios y me abrió al paraíso de la nada. A lo lejos, voces de niños riendo, ¿de mis hijos?, ¿de cuando yo era niño? Todavía me desconciertan aquellas voces inocentes.
Puerto Príncipe. Foto: EFE.
AYUDAS a la víctimas del terremoto de Haití: SAVE THE CHILDREN 902 013 224; ACCION CONTRA EL HAMBRE: 902100882; MEDICOS SIN FRONTERAS: 902 03065
Una preciosa historia de amistad con un ruido de fondo chirriante de frenazos, operaciones, invalidez, muerte…y terremoto. Muy emotivo.
Un abrazo.
By: annefatosme on 21/01/2010
at 23:17
A veces la vida desarma e inunda de impotencia y rabia. Bienaventurados los escritores que podemos dar salida a demonios disfrazados de letras y reconstruir el mundo según nuestros deseos. Lástima que las leyes de la naturaleza se rijan por otros baremos.
By: Concha Huerta on 22/01/2010
at 10:02
Un accidente cambia la vida pero no los recuerdos. La amistad sobrevive a las peores catástrofes. Sólo la muerte rompe los vínculos o los aprieta.
Salut
By: micromios on 22/01/2010
at 8:52
Todo en la vida pasa, salud, alegrias y penas. Solo los sentimientos trascienden y adquieren una vida propia, y construyen ese pedazo de naturaleza divina que comparte el hombre.
Un saludo
By: Concha Huerta on 22/01/2010
at 10:06